domingo, 19 de agosto de 2012

hablando con la pared


Ahí estabas, sentado en la esquina de la vereda mirando al piso como si algo realmente interesante estuviera ahí. Parecías tan pacífico, tan irreal, pero era solo una máscara que tenías bien puesta. Cuando me regresaste a ver, ni te asustaste por cómo iba vestida y peor por cómo te vi cuando al fin te diste cuenta que estaba ahí.
“¿Quién eres? ¿Qué pasa?”, me preguntaste, así como si hubieras estado desconectado del mundo por un rato y de repente hubieras vuelto. En ese momento me dí cuenta de que no eras nada ordinario como pretendías, eras completamente lo contrario de eso. Tu cara se leía fácilmente, eras tan predecible que con sólo verte a los ojos anticiparía tu reacción. No volvimos cercanos bastante rápido, no parecía molestarte el hecho de que no dejara de hablar y siempre pensara en voz alta. A mí tampoco me molestaba que fueras tan callado, tan metido en ti mismo, porque, a la final, tú y yo nos complementábamos. Nuestra relación siempre fue medio rara, nos queríamos tanto pero nunca nos decíamos porque era incómodo. Eras mi mejor amigo y de repente te volviste más que eso. Y tu sentías lo mismo acerca de mí; no queríamos dañar las cosas, pero de repente empezó lo inexplicable. Han pasado casi seis años y todavía no logró descifrar nada.
Tú sabías desde el principio que aparte de lo que me imaginaba y te contaba, no tenía mucho más que ofrecerte; tal vez las recetas de cocina que adorabas pero no mucho más. Yo siempre supe eso de ti, pero nunca necesité nada más que estar contigo, nada más que verte y olvidarme de todo. Sin darnos cuenta todo cambió; empezaste a incluirme en tus mundos y tus viajes. Me enseñaste a desconectarme sin depender de ti. Fue ahí cuando me dí cuenta de que los sueños son reales y no son solo para dejar que se vayan. Pasábamos todo el día en eso, cada uno por su lado pero juntos. Tú nunca decías nada, solo te reías de lo que te contaba y yo adivinaba lo que te imaginabas porque siempre fuiste demasiado predecible. Nos veían como los raros, pero eso nos encantaba porque nadie nos molestaba.
¿Te acuerdas de cómo me viste y con una sonrisa medio siniestra aceptaste mi creación, mi nuevo mundo? Me maté de risa y recogí lo que causó todo esto, un pedazo de césped que estaba en tu cancha de fútbol.  Tú divagabas en tu mundo y yo en el mío hasta que esa semilla de césped me abrió los ojos a algo que te rayó. Habíamos encontrado nuestro mundo en donde nadie podía entrar.  Hablamos durante horas de cómo iba a funcionar,  aunque no había mucho que discutir. Sin darnos cuenta, el sol se estaba yendo a dormir mientras que la luna se despertaba de su siesta; nosotros nos habíamos quedado dormidos en el césped, soñando en nuestro mundo. Ahora sé que nunca nos despertamos.
Al poco tiempo estábamos ahí metidos; éramos los más grandes, a los que todos imitaban de una manera  pero envidiaban de otra. Todo estaba cómo habíamos planeado diez minutos antes de estar ahí. Pero no entiendo hasta ahora cómo entramos, porque lo último que me acuerdo fue dormirme en la cancha mientras todavía te reías. Había de todo, desde los pitufos azules que nos acordábamos de chiquitos hasta los tétricos personajes de los cuadros de la ciudad vieja.  Había música. Las voces más celestiales del mundo cantaban todo el día canciones de nuestro gran repertorio que incluía a Bob Dylan, Charly García y bajaba por todo el abecedario hasta The Who.
Éramos libres de hacer lo que quisiéramos; cuando era de día también era de noche y rara vez llovía, por eso dormíamos donde nos cogía el cansancio. Poco a poco nos construimos nuestra casa, empezó con un par de telas pintadas por ti colgadas a la sombra de unos árboles de colores extraños pero terminó siendo un refugio en la copa de unos árboles. Arriba estaban nuestras camas y en la parte de arriba el resto: tu estudio, mi máquina de escribir, mis libros, tus pinceles y nuestros CDs. En el piso del medio estaba nuestra cocina, más mía que tuya, la verdad, porque te tenía prohibida la entrada mientras cocinaba. Era el paraíso, es difícil describir lo que había ahí, en ese mundo, en esa casa, ahí entre nosotros que nos adorábamos sin decirnos nada.
Pero desde que el sol y la luna se casaron,  los dioses hicieron las paces con los demonios y los pitufos se hicieron adictos al trabajo, todo empezó a cambiar.  El sol ya no era rojo escarlata ni la luna amarilla, el balance de nuestro mundo se afectó. Pero quisimos seguir adelante. Las voces tan celestiales ya no sonaban como antes, parecía que tenían nódulos en las cuerdas vocales.  Estaban tan desafinadas que preferías dormirte metido en el horno para no oír nada y yo seguía ahí, tratando de entender que le pasaba a nuestro mundo. Todo empeoraba y tú no opinabas, pasabas ensimismado y sólo salías con cara de espanto. Ya ni pintabas, sólo pasabas metido ahí sin decirme nada; me sonreías cuando abría la puerta para decirte que las voces se habían callado. Los ojos se te volvían verdes de nuevo y pintabas por un tiempo, pero volvían a cantar y te volvías en esconder.
Empecé a sentir que poco a poco te fuiste muriendo con nuestro mundo. Todo se moría, hasta los árboles donde habíamos construido nuestra casa. Tú ya no tenías esas ganas de ser libre y yo no tenía idea de cómo devolverte la vida. Sonreías pero no como antes, ahora era una sonrisa de desesperación y locura. Nada te hacía reír y yo poco a poco perdía las energías. Nuestro mundo se empezaba a parecer al mundo del que vinimos, en donde ni tú ni yo queríamos vivir. Pero me quedé ahí fuerte a tu lado. De alguna forma me acostumbre al horrible sonido de las voces desafinadas. Me acostumbre a verles a los pitufos enternados aunque me dolía en el alma, me acostumbre a la luz tenue que era una mezcla de sol y luna y a la vez ninguna. Me acostumbre a que lo divino y lo diabólico quepan dentro de la misma categoría mientras tú solo te debilitabas. Se te apagaban los ojos y la sonrisa se te achicaba. En tus ojos se veía un pánico y un dolor interminable cuando me pedías que me quede ahí contigo, cuando me idolatrabas por intentar salvarte.
Todas las mañanas hasta ahora me despierto a tu lado. Estamos aquí atrapados en nuestra propia imaginación que terminó convirtiéndose en nuestra realidad. Ya no te levantas de la cama y sólo sonríes cuando te digo que estamos a punto de escapar, aunque ni yo me creo eso. Me hiciste prometerte que íbamos a estar juntos hasta el final. Si solo pudieras ver que no he roto mi promesa me harías tan feliz. Si pudieras ver cómo me siento al lado tuyo y te converso, sin respuesta alguna, porque te quedaste como muerto pero con vida. Cómo quisiera decirte ahora, atrapados en nuestro propio infierno que te amo.