Ahí estabas, sentado en la esquina de la vereda
mirando al piso como si algo realmente interesante estuviera ahí. Parecías tan
pacífico, tan irreal, pero era solo una máscara que tenías bien puesta. Cuando
me regresaste a ver, ni te asustaste por cómo iba vestida y peor por cómo te vi
cuando al fin te diste cuenta que estaba ahí.
“¿Quién eres? ¿Qué pasa?”, me preguntaste, así
como si hubieras estado desconectado del mundo por un rato y de repente hubieras
vuelto. En ese momento me dí cuenta de que no eras nada ordinario como
pretendías, eras completamente lo contrario de eso. Tu cara se leía fácilmente,
eras tan predecible que con sólo verte a los ojos anticiparía tu reacción. No
volvimos cercanos bastante rápido, no parecía molestarte el hecho de que no dejara
de hablar y siempre pensara en voz alta. A mí tampoco me molestaba que fueras
tan callado, tan metido en ti mismo, porque, a la final, tú y yo nos
complementábamos. Nuestra relación siempre fue medio rara, nos queríamos tanto
pero nunca nos decíamos porque era incómodo. Eras mi mejor amigo y de repente
te volviste más que eso. Y tu sentías lo mismo acerca de mí; no queríamos dañar
las cosas, pero de repente empezó lo inexplicable. Han pasado casi seis años y
todavía no logró descifrar nada.
Tú sabías desde el principio que aparte de lo
que me imaginaba y te contaba, no tenía mucho más que ofrecerte; tal vez las
recetas de cocina que adorabas pero no mucho más. Yo siempre supe eso de ti,
pero nunca necesité nada más que estar contigo, nada más que verte y olvidarme
de todo. Sin darnos cuenta todo cambió; empezaste a incluirme en tus mundos y
tus viajes. Me enseñaste a desconectarme sin depender de ti. Fue ahí cuando me
dí cuenta de que los sueños son reales y no son solo para dejar que se vayan.
Pasábamos todo el día en eso, cada uno por su lado pero juntos. Tú nunca decías
nada, solo te reías de lo que te contaba y yo adivinaba lo que te imaginabas
porque siempre fuiste demasiado predecible. Nos veían como los raros, pero eso
nos encantaba porque nadie nos molestaba.
¿Te acuerdas de cómo me viste y con una sonrisa
medio siniestra aceptaste mi creación, mi nuevo mundo? Me maté de risa y recogí
lo que causó todo esto, un pedazo de césped que estaba en tu cancha de
fútbol. Tú divagabas en tu mundo y yo en
el mío hasta que esa semilla de césped me abrió los ojos a algo que te rayó.
Habíamos encontrado nuestro mundo en donde nadie podía entrar. Hablamos durante horas de cómo iba a
funcionar, aunque no había mucho que
discutir. Sin darnos cuenta, el sol se estaba yendo a dormir mientras que la
luna se despertaba de su siesta; nosotros nos habíamos quedado dormidos en el
césped, soñando en nuestro mundo. Ahora sé que nunca nos despertamos.
Al poco tiempo estábamos ahí metidos; éramos
los más grandes, a los que todos imitaban de una manera pero envidiaban de otra. Todo estaba cómo
habíamos planeado diez minutos antes de estar ahí. Pero no entiendo hasta ahora
cómo entramos, porque lo último que me acuerdo fue dormirme en la cancha
mientras todavía te reías. Había de todo, desde los pitufos azules que nos
acordábamos de chiquitos hasta los tétricos personajes de los cuadros de la
ciudad vieja. Había música. Las voces
más celestiales del mundo cantaban todo el día canciones de nuestro gran
repertorio que incluía a Bob Dylan, Charly García y bajaba por todo el
abecedario hasta The Who.
Éramos libres de hacer lo que quisiéramos;
cuando era de día también era de noche y rara vez llovía, por eso dormíamos
donde nos cogía el cansancio. Poco a poco nos construimos nuestra casa, empezó
con un par de telas pintadas por ti colgadas a la sombra de unos árboles de
colores extraños pero terminó siendo un refugio en la copa de unos árboles.
Arriba estaban nuestras camas y en la parte de arriba el resto: tu estudio, mi
máquina de escribir, mis libros, tus pinceles y nuestros CDs. En el piso del
medio estaba nuestra cocina, más mía que tuya, la verdad, porque te tenía
prohibida la entrada mientras cocinaba. Era el paraíso, es difícil describir lo
que había ahí, en ese mundo, en esa casa, ahí entre nosotros que nos adorábamos
sin decirnos nada.
Pero desde que el sol y la luna se casaron, los dioses hicieron las paces con los
demonios y los pitufos se hicieron adictos al trabajo, todo empezó a
cambiar. El sol ya no era rojo escarlata
ni la luna amarilla, el balance de nuestro mundo se afectó. Pero quisimos
seguir adelante. Las voces tan celestiales ya no sonaban como antes, parecía
que tenían nódulos en las cuerdas vocales.
Estaban tan desafinadas que preferías dormirte metido en el horno para
no oír nada y yo seguía ahí, tratando de entender que le pasaba a nuestro
mundo. Todo empeoraba y tú no opinabas, pasabas ensimismado y sólo salías con
cara de espanto. Ya ni pintabas, sólo pasabas metido ahí sin decirme nada; me
sonreías cuando abría la puerta para decirte que las voces se habían callado.
Los ojos se te volvían verdes de nuevo y pintabas por un tiempo, pero volvían a
cantar y te volvías en esconder.
Empecé a sentir que poco a poco te fuiste
muriendo con nuestro mundo. Todo se moría, hasta los árboles donde habíamos
construido nuestra casa. Tú ya no tenías esas ganas de ser libre y yo no tenía
idea de cómo devolverte la vida. Sonreías pero no como antes, ahora era una
sonrisa de desesperación y locura. Nada te hacía reír y yo poco a poco perdía
las energías. Nuestro mundo se empezaba a parecer al mundo del que vinimos, en
donde ni tú ni yo queríamos vivir. Pero me quedé ahí fuerte a tu lado. De
alguna forma me acostumbre al horrible sonido de las voces desafinadas. Me acostumbre
a verles a los pitufos enternados aunque me dolía en el alma, me acostumbre a
la luz tenue que era una mezcla de sol y luna y a la vez ninguna. Me acostumbre
a que lo divino y lo diabólico quepan dentro de la misma categoría mientras tú
solo te debilitabas. Se te apagaban los ojos y la sonrisa se te achicaba. En
tus ojos se veía un pánico y un dolor interminable cuando me pedías que me
quede ahí contigo, cuando me idolatrabas por intentar salvarte.
Todas las mañanas hasta ahora me despierto a tu
lado. Estamos aquí atrapados en nuestra propia imaginación que terminó
convirtiéndose en nuestra realidad. Ya no te levantas de la cama y sólo sonríes
cuando te digo que estamos a punto de escapar, aunque ni yo me creo eso. Me
hiciste prometerte que íbamos a estar juntos hasta el final. Si solo pudieras
ver que no he roto mi promesa me harías tan feliz. Si pudieras ver cómo me
siento al lado tuyo y te converso, sin respuesta alguna, porque te quedaste
como muerto pero con vida. Cómo quisiera decirte ahora, atrapados en nuestro
propio infierno que te amo.